- ¿Tienes reserva?
- No, quería preguntar algo sobre el hostal
- Estamos completos, hasta después de Semana Santa -dije como para poner fin a una típica conversación de portero eléctrico.
- ¿Eres Nicolás? Tú me conoces, quiero saludarte.
- ¿Quién eres?
- José
- ...
- José, estuve aquí con Karen, hace unos meses
- Ahhh, José, pasa
No había pensado en José en mucho tiempo. Tampoco en Karen, pero su nombre resultó inmediata contraseña para que decidiera abrir la puerta. José y Karen habían estado hospedados en el hostal unos cinco o seis meses antes. Su reserva era sólo por un par de noches, y luego agregaron otra y otra. Querían instalarse en Barcelona. En esos días, yo los había ayudado en la búsqueda de piso y les había dado algunos consejos útiles sobre la vida en la ciudad.
Una tarde, mientras Karen leía sus mails, me fumé un cigarro con José en el patio del hostel. Aunque lo disimulaba bastante bien, él estaba lleno de miedos e incertidumbres. Temía a lo desconocido, a la dolorora posibilidad del fracaso, a esta aventura en la que se había metido, hoy sospecho que auspiciada por ella, a costa de dejar una vida relativamente cómoda en Méjico. Él era informático, o diseñador gráfico, y trabajaba para un empresa de San Diego, en California. Tenía las cosas muy fáciles el cabrón, podía seguir currando desde Barcelona, París o Tokyo, lo mismo daba. Pero aunque se repetía una y otra vez que de última, si las cosas no salían como lo esperaban, podían pegar un avión y volver a Méjico, creo que en el fondo sentía que esa vuelta sería un poco con el rabo entre las piernas y la orejitas tiradas hacia atrás, casi pidiendo perdón por su locura fallida. Esa tarde, entre calada y calada, traté de quitarle sus miedos. Le dije que si de verdad era lo que querían, no tenían por qué temer, que les iba a salir bien, que las cosas se les iban a ir presentando casi sin llamarlas. Le dije que no era fácil, pero que el riesgo de intentarlo valía la pena, sea cual fuera el resultado. Nuestra conversación duró unos cinco minutos, y terminó con la última calada.
No recuerdo la profesión de Karen. Tengo la vaga idea de que era profesora de algo, pero aquí pensaba trabajar de lo que encontrara. Le sugerí que dejara sus datos en el hostel, podía ser una buena recepcionista. No era una loba despampanante, su punto no iba por ahí, pero era pacíficamente atractiva. Recuerdo especialmente su nariz, no sé por qué.
Eran una linda pareja, se los veía bien juntos. Yo los miraba y, ya casi un axioma de mis dos años en Barcelona, encontraba a ella mejor parada que a él. He conocido muchas parejas en este tiempo, y ahora mismo puedo nombrar a una sola en la que ella no me deslumbrara más que él, la de Nati y Fede. Ellos si están equilibrados.
Unos días después de que dejaran el hostel, recibí un mail de José. Me agradecía por mi ayuda y me decía que estaban bien, y que habían encontrado un piso. Yo le contesté, alegrándome por las buenas noticias, y desde entonces hasta hoy no supe nada más de ellos.
José entró al hostal acompañado por tres amigos, más enérgico y verborrágico de lo que lo recordaba. Estaba borracho. Me dio la mano con firmeza, mirándome a los ojos, y después intercambió algunas bromas con unos norteamericanos que bebían animadamente en la sala. -Nicolás, he venido hasta aquí para saludarte, para decirte que Karen y yo estamos muy bien, y para agradecerte todo lo que has hecho por nosotros. Lo miré con cierta cautela, y le pregunté cómo iba su vida en Barcelona. Me dijo que estaban felices, que él seguía trabajando para la empresa de San Diego y que Karen había encontrado un curro.
-Y gracias a tí, que me diste ánimo cuando más lo necesitaba, ¿te acuerdas?. Este güey -dijo dirigiéndose a sus amigos- me dijo que no me preocupara, que todo iba a salir bien.
- Me alegro mucho, José.
- Porque ellos -siguió, refiriéndose a los tres que lo acompañaban en silencio- no saben lo que es esto. Pero tú sí, porque tú también lo hiciste. El güey llegó hace dos años con su novia a Londres, a Londres! -le dijo al mayor de sus amigos, un tío que rondaba los cuarenta- y cuando les quedaban treinta libras decidieron quedarse allí, y lo hicieron, buscaron un trabajo y se quedaron.
Todo era cierto, hasta la cantidad exacta, pero yo ni recordaba haberle contado esa historia en la tarde del cigarro. -Me alegro, José, qué bueno saber que todo les vaya bien. ¿Cómo está Karen?. Mis preguntas y comentarios, breves, apenas lograban convertir ese monólogo de gratitud en un diálogo de dos.
- Ella está muy bien, y yo también. Gracias Nicolás, tu eres un gran amigo, porque me ayudaste cuando más lo necesitaba, y por eso vine hoy, para agradecértelo. Y para agradecerte también que me hayas contestado el mail.
Aunque condimentadas por el alcohol, sus palabras eran sinceras. Y su mano, que estrechaba sólidamente la mía, me transmitió un afecto del que no dudé ni un momento.
-Es un buen perro -intervino por primera y única vez el mejicano de cuarenta- Un buen perro, muy emocional.
-Está bueno que me digas esto, José, muchas veces uno hace cosas sin saber lo que pueden generar en los demás.
José enfocó sus ojos vidriosos hacía mí y, como si no pudiera resistir más la emoción, me dio una palmada y giró su cara, escondiendo la primera lágrima. -Ya está, vamos, vamos -dijo a sus compañeros. Y abrazando al cuarentón, sin mirar atrás, caminó hacia la salida. Recordé eso de que el perro es el mejor amigo del hombre. "Y viceversa", pensé. Miré por última vez a José, antes de seguir trabajando. Su aventura iba bien y sus miedos casi ausentes. Me pareció que movía el rabo, de lado a lado, en señal de alegría. Pero las orejas, ay, cómo evitarlo, llevaba las orejas tiraditas hacia atrás, así, casi pidiendo perdón.
Una tarde, mientras Karen leía sus mails, me fumé un cigarro con José en el patio del hostel. Aunque lo disimulaba bastante bien, él estaba lleno de miedos e incertidumbres. Temía a lo desconocido, a la dolorora posibilidad del fracaso, a esta aventura en la que se había metido, hoy sospecho que auspiciada por ella, a costa de dejar una vida relativamente cómoda en Méjico. Él era informático, o diseñador gráfico, y trabajaba para un empresa de San Diego, en California. Tenía las cosas muy fáciles el cabrón, podía seguir currando desde Barcelona, París o Tokyo, lo mismo daba. Pero aunque se repetía una y otra vez que de última, si las cosas no salían como lo esperaban, podían pegar un avión y volver a Méjico, creo que en el fondo sentía que esa vuelta sería un poco con el rabo entre las piernas y la orejitas tiradas hacia atrás, casi pidiendo perdón por su locura fallida. Esa tarde, entre calada y calada, traté de quitarle sus miedos. Le dije que si de verdad era lo que querían, no tenían por qué temer, que les iba a salir bien, que las cosas se les iban a ir presentando casi sin llamarlas. Le dije que no era fácil, pero que el riesgo de intentarlo valía la pena, sea cual fuera el resultado. Nuestra conversación duró unos cinco minutos, y terminó con la última calada.
No recuerdo la profesión de Karen. Tengo la vaga idea de que era profesora de algo, pero aquí pensaba trabajar de lo que encontrara. Le sugerí que dejara sus datos en el hostel, podía ser una buena recepcionista. No era una loba despampanante, su punto no iba por ahí, pero era pacíficamente atractiva. Recuerdo especialmente su nariz, no sé por qué.
Eran una linda pareja, se los veía bien juntos. Yo los miraba y, ya casi un axioma de mis dos años en Barcelona, encontraba a ella mejor parada que a él. He conocido muchas parejas en este tiempo, y ahora mismo puedo nombrar a una sola en la que ella no me deslumbrara más que él, la de Nati y Fede. Ellos si están equilibrados.
Unos días después de que dejaran el hostel, recibí un mail de José. Me agradecía por mi ayuda y me decía que estaban bien, y que habían encontrado un piso. Yo le contesté, alegrándome por las buenas noticias, y desde entonces hasta hoy no supe nada más de ellos.
José entró al hostal acompañado por tres amigos, más enérgico y verborrágico de lo que lo recordaba. Estaba borracho. Me dio la mano con firmeza, mirándome a los ojos, y después intercambió algunas bromas con unos norteamericanos que bebían animadamente en la sala. -Nicolás, he venido hasta aquí para saludarte, para decirte que Karen y yo estamos muy bien, y para agradecerte todo lo que has hecho por nosotros. Lo miré con cierta cautela, y le pregunté cómo iba su vida en Barcelona. Me dijo que estaban felices, que él seguía trabajando para la empresa de San Diego y que Karen había encontrado un curro.
-Y gracias a tí, que me diste ánimo cuando más lo necesitaba, ¿te acuerdas?. Este güey -dijo dirigiéndose a sus amigos- me dijo que no me preocupara, que todo iba a salir bien.
- Me alegro mucho, José.
- Porque ellos -siguió, refiriéndose a los tres que lo acompañaban en silencio- no saben lo que es esto. Pero tú sí, porque tú también lo hiciste. El güey llegó hace dos años con su novia a Londres, a Londres! -le dijo al mayor de sus amigos, un tío que rondaba los cuarenta- y cuando les quedaban treinta libras decidieron quedarse allí, y lo hicieron, buscaron un trabajo y se quedaron.
Todo era cierto, hasta la cantidad exacta, pero yo ni recordaba haberle contado esa historia en la tarde del cigarro. -Me alegro, José, qué bueno saber que todo les vaya bien. ¿Cómo está Karen?. Mis preguntas y comentarios, breves, apenas lograban convertir ese monólogo de gratitud en un diálogo de dos.
- Ella está muy bien, y yo también. Gracias Nicolás, tu eres un gran amigo, porque me ayudaste cuando más lo necesitaba, y por eso vine hoy, para agradecértelo. Y para agradecerte también que me hayas contestado el mail.
Aunque condimentadas por el alcohol, sus palabras eran sinceras. Y su mano, que estrechaba sólidamente la mía, me transmitió un afecto del que no dudé ni un momento.
-Es un buen perro -intervino por primera y única vez el mejicano de cuarenta- Un buen perro, muy emocional.
-Está bueno que me digas esto, José, muchas veces uno hace cosas sin saber lo que pueden generar en los demás.
José enfocó sus ojos vidriosos hacía mí y, como si no pudiera resistir más la emoción, me dio una palmada y giró su cara, escondiendo la primera lágrima. -Ya está, vamos, vamos -dijo a sus compañeros. Y abrazando al cuarentón, sin mirar atrás, caminó hacia la salida. Recordé eso de que el perro es el mejor amigo del hombre. "Y viceversa", pensé. Miré por última vez a José, antes de seguir trabajando. Su aventura iba bien y sus miedos casi ausentes. Me pareció que movía el rabo, de lado a lado, en señal de alegría. Pero las orejas, ay, cómo evitarlo, llevaba las orejas tiraditas hacia atrás, así, casi pidiendo perdón.
Yiniyán
5 comentarios:
¿acaso te pareció inevitable el perdón? Tal vez lo sea. no hace mucho hablaba de eso con unas personas.
La mayoría del tiempo está bueno resaltar todo lo otro =)
PS. (x q ahora digo PS en vez de PD. Pero casi pido perdón por eso) Tal vez yo curso un poco los miedos de José, pero pocas palabras de aliento me refuerzan la confianza... nada, una historia personal
...que lindo
Los miedos son como bichitos que vuelan. Aparecen de la nada y a veces una simple palmada los ahuyenta. Yo tambien agradecería a la persona que lograra en pocos minutos desarmar todo los follones de mi mente.
Así que ya que estamos con eso, gracias Nico por haberme ayudado muchas veces a mirar mis vacíos sin sentir tanto vértigo. Tu presencia y capacidad de escucha ha sido una gran ayuda.
Tres Hurras por Nico!!
Besos
Djinn
Tema principal:
Pobre José, si supiera que recién empieza.....pero lo bueno es que sigue en pareja,no?.....ja!
Muchas veces me pregunté que sería de la gente a la que varias veces uno alienta (alentar de verdad, con ganas, no las charlas superficiales de hostal). Algo tendrás que te vienen a agradecer,no?
Subtema:
Miedos??? S-U-B-I-D-Ó-N o como recordarte que estás vivo diría yo.
Helartista
(con el gran subidón de terminar de trabajar el miércoles 27/3 sin tener un nuevo trabajo asegurado.)
o melhor amigo do Homem é o uísque
uísque é um "perro embotellado"
:)
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