domingo, 22 de julio de 2007

El Genio de la Olla - Cap 1: El Poroto Quemado

Mi papa es un genio cocinando, pero es un bodrio a la hora de lavar.

En el momento en que el lavaplatos le declara la guerra, empuña la esponja y pelea sin ilusión con platos y ollas. Se desarma su cuerpo hueso por hueso y queda indefenso y vencido frente a la imponente armada de cubiertos.
Papa frota sin convicción entre quejas y lamentos.
Y Mamá lo mira de reojo con un aire de recelo. Sospechando que detrás de las quejumbrosas derrotas diarias de su esposo se esconde, en realidad, una maquiavélica maniobra: escapar deshonrosamente de la operación de lavado, pretendiendo lavalozafobia, y ser sustituido en el combate por la comandante en jefe.

Pero eso sería alta traición. Y Mamá resultó ser mas peligrosa que el enemigo.

Para los que no lo saben, me explicó Papa, la lavalozafobia es un trastorno muy grave que prohibiría todo acto de limpieza en recipientes e instrumentos de cocina, bajo pena de disolverse lentamente en el proceso.
Él habría perdido 2 centímetros en cada dedo y se habría encogido, al parecer, de exactamente 13 milímetros desde la muerte de la máquina de lavar.

Desafortunadamente, es el único en la familia que padece esta enfermedad.
Mamá nos aclaró que no era obligatoria.

Lo que si surgió como un asunto de alta importancia era impedir a toda costa que Mamá se acercara a la cocina.
No es que fuera cocinófoba, pero sus horrendas pócimas son potentes armas biológicas al cual no resiste ni el mas acorazado estómago.

Al principio se desilusionaba cuando nos veía aguantar la respiración y meditar concentrados sobre la primera cucharada.

Pero cómo no es peor estratega que Papá, descubrió rápidamente las inmensas posibilidades de ser una bruja.
Inventaba mezclas absurdas, y transformaba todo lo comestible en mixturas que indignaban la nariz a 3 kilómetros de distancia.
Los vecinos se quejaron. Hubo que rendirse.

Entonces, victoriosa, sentenció la vil condena: seguiría cocinando si Papá no superaba su rechazo enfermizo al jabón líquido del lavaplatos.

Desde entonces sólo pisa la cocina a deleitarse con los guisos mágicos de Papá y con la eterna sonrisa de la que, después de todo, ganó la guerra.
Aterrados por el infame recuerdo del “atún a la crema batida de frutos del bosque” de la semana pasada, mi hermano y yo decidimos darle una mano al vencido. Y nos atareamos los tres a luchar con las ollas, mientras Raspoutine en Jeans observa, sonriente, su innoble victoria.

El Poroto Quemado

Tras otra deliciosa derrota, cumplíamos con nuestra condena.

No tardamos en organizar toda la operación.
Papá frota, Lohan enjuaga y yo seco los platos.

El problema del secado, para los perdedores como yo, es que es la última etapa.
Tan pronto cómo Papá termina su turno, empieza la carrera por dominar el control remoto de la tele. Y salen disparados con mi hermano en busca del Santo Grial, mientras yo quedo solitario con mis trapos.

Es generalmente allí cuando me doy cuenta de la completa incompetencia de mi padre cuando de lavar se trata.
Invariablemente descubro restos supervivientes aferrados al fondo de las ollas.

Contemplo desmotivado el negro abismo de una olla prehistórica.
Indiana Jones de la limpieza, me inspira de repente un interés arqueológico por un residuo escondido.

En el fondo, pegado a la pared, estaba alojado lo que parecía un poroto ultra-quemado.

Mis avanzadas técnicas de datación le daban una antigüedad de 2641 años (en años de poroto), esto es aproximadamente 4 meses para el común de los mortales.
A no ser por mi exhaustivo análisis, el fósil habría sobrevivido a su próximo milenio. ¡Y mas aún en el clima propicio de la era lavalozafóbica!

¡La humanidad se exclama de impresión ante el fantástico descubrimiento! Y con sus vítores entusiastas, empiezo a frotar frenéticamente el fondo de la olla con la misión de extirpar los restos jurásicos revelados al mundo.

En plena aventura con mi olla y mi paño, me saca bruscamente de mis divagaciones una espesa nube negra que emanaba del antiguo recipiente.
Un olor a quemado me toma la garganta con sus dos manos, proponiéndose asfixiarme. Me libero como puedo blandiendo y revolviendo la olla.

La cacerola escapa y cae. La humareda no me deja ver nada.

Que diablos???

Densa como el puré de papas de Mamá (muy densa), la nube toma formas extrañas. Primero apareció un pez-linterna que me miraba sorprendido con cara de “¿que diantre hago aquí?” Después mutó en un cocodrilo que me trató de morder el pie derecho, y en un elefante con un turbante rosado que casi rompe una ventana. Se convirtió entonces en algo cuadrado con una pantallita luminosa en la que decía “Pulse aquí”.

Estiré el dedo, apreté un botoncito y saqué mi mano rápidamente (el cocodrilo me había causado mala impresión). Sonó un “bip” muy tecnológico, y la caja empezó a hacer ruidos de microonda. Al cabo de unos segundos, tintineó la característica campanita avisando que la cocción había finalizado. Parpadeó “Abrir” en la pantalla.

Abrí.

Se escapó un torbellino negro y se desplegó triunfantemente la nube. Y tomó forma humana. Bueno…casi humana.

“Taraaa!” me dijo, hastiado, el humanoïde.


(Continuará...)
Djinn

1 comentario:

El loco manzanar dijo...

Ya quisiera que un día, de esos en los que lavo ollas, algo así me sucediera..
Siendo las 8.20 am de un Lunes, tan lunes, y con este cuento en mi cabeza,tome una taza coloqué 1cdta. de café, le agregué agua y leche (de esa que no tiene nombre)y la puse en el microondas.."miré la pantallita, sonó un "bip" o dos, pero no tan tecnológicos como los del cuento y cuando "titineó la campanita" nada de nube negra y menos de humanoide, un café con leche hervido!!...y asi empece mi mañana de lunes TAN lunes.
SinChan